Allanamiento de morada y legítima defensa

Allanamiento de morada y legítima defensa

Año tras año se repiten los sucesos ligados con el allanamiento de morada y actos violentos.

Normalmente, es el agresor el que actuando en grupo o en solitario provoca, con la justificación de un delito contra la propiedad, todo tipo de delitos agravados, como lesiones graves, detenciones ilegales, e incluso la muerte del morador. En todo caso, las secuelas psicológicas subsiguientes de los asaltados pueden durar años y requerir de tratamiento.

No podemos olvidar que el domicilio constituye un bien con alcance constitucional (artículo 18.2 de la Constitución Española), y como dijo la sentencia del Tribunal Supremo 1021/2012, de 28 de diciembre, “[…] la protección constitucional del domicilio en el art. 18.2 CE se concreta en dos reglas distintas. La primera se refiere a la protección de su inviolabilidad en cuanto garantía de que dicho ámbito espacial de privacidad de la persona elegido por ella misma resulte exento de o inmune a cualquier tipo de invasión o agresión exterior de otras personas o de la autoridad pública, incluidas las que puedan realizarse sin penetración física en el mismo, sino por medio de aparatos mecánicos, electrónicos u otros análogos (sentencia del Tribunal Constitucional 22/1984, de 17 de febrero). La segunda, en cuanto especificación de la primera, establece la interdicción de dos de las formas posibles de injerencia en el domicilio, esto es, su entrada y registro, disponiéndose que, fuera de los casos de flagrante delito, sólo son constitucionalmente legítimos la entrada o el registro efectuados con consentimiento de su titular o resolución judicial (sentencia del Tribunal Constitucional 22/1984, de 17 de febrero); de modo que la mención de las excepciones a dicha interdicción, admitidas por la Constitución, tiene carácter taxativo (sentencias del Tribunal Constitucional 22/1984, de 17 de febrero; 136/2000, de 29 de mayo).

Me voy a fijar en este último carácter, pues fuera de dichos casos no es admisible la entrada en el domicilio de cualquier ciudadano.

Aclarado lo anterior, sucede, como muchos casos en Derecho, que el Estado no está presente en la agresión al derecho constitucional que es el domicilio. Ante ello, quien representa al Estado en ese momento es el propio morador que ya no es solo un ciudadano particular, sino que también, como sucede en otros casos, adquiere el «imperium» de poder rechazar la agresión.

Pero aquí surge la polémica, porque dicho «imperium» no puede ser ilimitado. El Estado no puede ceder al ciudadano, más allá de la coerción necesaria para defender su persona, familia y bienes, un derecho a hacer cualquier cosa, utilizando la defensa de su domicilio como causa de justificación.

Forzosamente, nos encontramos aquí ante dos posiciones: la que justificaría cualquier reacción del morador, incluso la muerte del presunto allanador de su vivienda, y la que exige que dicha reacción o compulsión física se adecuada al nivel de la agresión.

El Estado de Derecho no puede aceptar la primera de las posiciones. Pues si el ciudadano actúa en nombre del Estado, debemos partir del principio de unidad del Ordenamiento jurídico, conforme al cual lo que esté permitido en una rama del Derecho, lo ha de estar también en el resto del mismo. Por ejemplo, no puede dejar en manos del propietario dar muerte a un ocupa ilegal. O repeler violentamente a alguien simplemente por llamar a la puerta de su domicilio.

Pero ¿por qué el Estado deja en manos del ciudadano la defensa del orden jurídico en estos casos? Las repuesta es palmaria: sería un contrasentido que el sistema jurídico-penal interviniera para sancionar conductas que son exigidas por otros sectores del Ordenamiento jurídico. De la misma manera que el Estado puede repeler la entrada ilegítima en una de sus dependencias, también está el ciudadano legitimado para hacerlo en su domicilio.

El problema se traslada al examen de cada caso, pues ciertamente será improbable encontrar un supuesto de hecho análogo sobre el que montar un precedente.

Fijándonos en los casos más relevantes – aquellos en que se produce un allanamiento de la vivienda habitual, con sus moradores dentro, normalmente por la noche – suelen darse aquí dos circunstancias que el derecho penal tiene en cuenta: la legítima defensa y el miedo insuperable, ambas previstas en el artículo 20 del Código Penal.

Para la primera, se exige la concurrencia de agresión ilegítima – que en caso de defensa de la morada o sus dependencias, se reputará agresión ilegítima la entrada indebida en aquélla o éstas -, necesidad racional del medio empleado para impedirla o repelerla y falta de provocación suficiente por parte del defensor. El Tribunal Supremo, suele añadir a estas circunstancias, una que parece lógica, y es la del ánimo de defensa en el sujeto, como elemento subjetivo que debe apreciarse en la conducta enjuiciada.

Para la segunda, basta que el miedo sea insuperable, esto es, que la persona por razón de las circunstancias de su persona, del momento, tiempo y lugar, no sea capaz de actuar con otra determinación que el miedo inducido.

En caso de faltar alguna de estas circunstancias, suele entenderse como una atenuante de la responsabilidad criminal.

Desde la doctrina penal, debemos entender la compulsión que ejerce el ciudadano ante el allanamiento de su vivienda, es una acción típica, trasladando la justificación de su conducta al ámbito de la antijuridicidad. Esto es, que las normas prohibitivas que prohíben con carácter general y abstracto la realización del hecho típico, se ven interferidas en ciertos casos por preceptos permisivos que impiden valorar objetivamente la realización del tipo como antijurídica, es decir, que justifican la realización del hecho típico y desplazan por lo tanto el indicio de antijuridicidad que deriva de la tipicidad de la acción. Por ejemplo, la norma prohibitiva general no matarás puede verse interferida por la norma que regula la legítima defensa que permite al injustamente agredido si es preciso para salvar su vida dar muerte al agresor. Las causas de justificación en la medida en la que permiten u obligan a realizar la conducta típica, confieren al agente un verdadero derecho a obrar.

Ahora bien, el análisis de estas circunstancias no puede efectuarse de una manera fría y objetiva, pues no es predicable que el Estado requiera en todo momento al ciudadano un conocimiento exhaustivo de la norma, para justificar su conducta, pues partiendo de la idea de que, teniendo en cuenta las circunstancias de cada caso, hay que fijarse en el estado anímico del agredido y los medios de que disponga en el momento de ejecutar la acción de defensa, introduciéndose así, junto a aquellos módulos objetivos de la comparación de los medios empleados por agresor y defensor, el elemento subjetivo que supone valorar tales medios como aquellos que sean, desde el punto de vista del agredido, razonables en el momento de la agresión, posición ésta que ha adquirido apoyo en la doctrina y en la jurisprudencia que “no encuentra en el texto legal razón alguna que imponga en este punto de los medios unas exigencias objetivas e igualitarias que restringirían el ámbito de la legítima defensa, no descartándose, ni la valoración de la posible perturbación sicológica que de ordinario produce la agresión, ni la necesidad de acudir al doble patrón objetivo y subjetivo para establecer la proporcionalidad de los medios. Y es que cuando la ley habla de la necesidad de que el medio empleado ha de se racional “ya está revelando una flexibilidad o graduación que no puede someterse a reglas predeterminadas, por lo que no se puede exigir a quien actúa bajo la presión de tener que defenderse la reflexión y ponderación que tendría en circunstancias normales de la vida para escoger los medios de defensa”. (sentencias del Tribunal Supremo 24-2-2000, 16-11-2000 y 17-10-2001). Dada la perturbación anímica suscitada por la agresión ilegítima, no puede exigirse al acometido la reflexión, serenidad y tranquilidad de espíritu para, tras una suerte de racionamientos y ponderaciones, elegir fríamente aquellos medios de defensa más proporcionados, con exacto cálculo y definida mensuración de hasta donde llega lo estrictamente necesario para repeler la agresión (Sentencias de 29 de enero de 1998 y 22 de mayo de 2001).

Pero es que además, el ciudadano no puede en un momento de perturbación conocer con precisión quirúrgica, los límites de permisibilidad de su acción, de manera q ue el exceso intensivo puede ser cubierto por la concurrencia de una situación de error invencible de prohibición, por la creencia de que se adoptan los medios necesarios adecuados a la defensa que se considera imprescindible para salvar la propia vida. También puede ser cubierto por la aplicación de la eximente completa de miedo insuperable, pero no apreciada autónomamente, sino inserta en la legítima defensa, sirviendo de cobertura al exceso intensivo, si hubiera elementos para su estimación como profundizó la sentencia de 24 de febrero de 2000 recordando que desde la vieja sentencia de 31 de mayo de 1922, se relaciona el miedo insuperable con la legítima defensa, que son dogmáticamente compatibles. La diferencia estriba en que la legítima defensa requiere de una agresión actual de la que se deriva un peligro inminente y el miedo insuperable es un estado emotivo que perturba las facultades psíquicas impidiendo al agente el raciocinio (sentencia de 21 de febrero de 1936). La sentencia de 30 de octubre de 1985 dijo que la inadecuación del medio reporta la simple aplicación de la eximente incompleta, a no ser que la presencia del miedo insuperable preste cobertura para alcanzar el total grado exonerativo que es lo que sucede en el caso enjuiciado, por lo que el motivo ha de ser estimado, siendo innecesaio el análisis de los demás (STS, Penal sección 1 del 18 de diciembre de 2003).

En resumen, deberemos atender a las circunstancias de cada caso sin que puedan darse aquí valoraciones apriorísticas. Todo ello, sin perjuicio de una mayor claridad de la norma penal.

© José Antonio Mora Alarcón