La politización judicial y el rodillo parlamentario

La politización judicial y el rodillo parlamentario

Hace unos años, volaba desde El Salvador a Miami, cuando en un periódico local encontré una artículo que llamó la atención. Se titulaba algo así como «el rodillo parlamentario y la politización judicial». No recuerdo el autor, pero trataré de expresar en esta página las ideas fundamentales del mismo.

En las democracias occidentales, llevados por el ánimo de la estabilidad de los gobiernos, se introdujo la fórmula de aupar al gobierno a aquellos políticos que tuvieran la mayoría parlamentaria – como sucede en España, será Presidente del Gobierno, en cada momento, quien ostente la mayoría en el Congreso de los Diputados.

A diferencia de lo que sucede en otras democracias, el Presidente del Gobierno no es elegido directamente por el pueblo, sino indirectamente, a través de la opción política más votada – en los Estados Unidos, en cambio, como todos sabemos, el Presidente del Gobierno no depende de la mayoría que ostente en las Cámaras legislativas, siendo frecuente que su opción política no coincida con la mayoría del Congreso o del Senado. Como corolario, el Gobierno no solo suele tener el control de su grupo parlamentario, sino también de la iniciativa legislativa.

En lo que ahora nos interesa, la cuestión es que en las democracias occidentales, el detentar tanto el Gobierno como la mayoría parlamentaria implica una clara dificultad del control de la actividad del ejecutivo por el legislativo. De manera que es difícil, por no decir imposible, que la oposición obtenga un efectivo control del gobierno por medio de comisiones de investigación o enjuiciamientos políticos.

Como resultado de lo anterior, existe una tendencia al traslado a los jueces y Tribunales de cuestiones que podrían residenciarse en el Parlamento. Pero aún más grave, se intensifican las querellas por medio del ejercicio de la acusación popular, por personas o grupos directa o indirectamente vinculados con partidos políticos.

Es natural, pues, que el control del ejecutivo y el legislativo por la opción política mayoritaria se traslade también al control judicial.

No de otra manera puede interpretarse la falta de renovación de las instituciones judiciales, como el Consejo General del Poder Judicial o el Tribunal Constitucional, mediatizadas por una mayoría parlamentaria que excede de la necesaria para gobernar.

Por otro lado, en los medios de comunicación social, se ha dado en trasladar esta tendencia a la politización judicial con injustas calificaciones a los jueces de «conservadores» o «progresistas» intentado justificar decisiones de los mismos que en nada tienen consideraciones políticas ni de pertenencia a una opción de este género.

No podemos olvidar la nada infrecuente concesión de amparo por el Poder Judicial a los jueces por este tipo de manifestaciones.

Condenando todo este tipo de excesos, mi opinión es que no podemos olvidar que los tres poderes del Estado no son compartimentos estancos, sino todo lo contrario, son semejantes a un tríptico cuyas puertas se sostienen por visagras que se sujetan los unos con los otros. Por tanto, no podemos pretender que no exista injerencia alguna entre ellos.

La solución es garantizar en todo momento el principio de no injerencia, de manera que la composición de los tribunales no esté predeterminada por una u otra opción política.

Pongamos el ejemplo americano. Los jueces del Supremo son nombrados en todo caso por el legislativo, pero al tener carácter vitalicio, se garantiza que su decisión no dependa de la mayoría parlamentaria que los eligió.

En el caso de nuestro país, bastaría con cumplir el mandato constitucional, pues como indicó la sentencia del Tribunal Constitucional 108/1986, de 29 de julio, «Existe el riesgo de que las Cámaras, a la hora de efectuar sus propuestas, olviden el objetivo perseguido y, actuando con criterios admisibles en otros terrenos, pero no en éste, atiendan sólo a la división de fuerzas existentes en su propio seno y distribuyan los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos. La lógica del estado de partidos empuja hacia actuaciones de este género, pero esa misma lógica obliga a mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos de poder» (F.J. 13). Más claro imposible.

© José Antonio Mora Alarcón