La renovación del Tribunal Constitucional

LA RENOVACIÓN DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

La justicia es a la política como un imán con polos que se repelen. Debe ser así para mantener la independencia de los poderes del Estado. Si dichos polos se juntan, los poderes del Estado se convierten en uno. Bien porque el ejecutivo o el legislativo tomen las riendas de la justicia, bien porque el poder judicial se entrometa en los asuntos de los otros poderes innecesariamente.

Por tanto, todos los poderes del Estado deben tener muy presentes en su actuación los límites constitucionales que se imponen en un Estado democrático.

El artículo 159.1 de la Constitución Española se limita lacónicamente a establecer que «El Tribunal Constitucional se compone de 12 miembros nombrados por el Rey; de ellos, cuatro a propuesta del Congreso por mayoría de tres quintos de sus miembros; cuatro a propuesta del Senado, con idéntica mayoría; dos a propuesta del Gobierno, y dos a propuesta del Consejo General del Poder Judicial». A este artículo se refiere el artículo 16 de la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional.

El artículo 17.2 de dicha Ley Orgánica aclara que «los Magistrados del Tribunal Constitucional continuarán en el ejercicio de sus funciones hasta que hayan tomado posesión quienes hubieren de sucederles».

Sentado lo anterior, el Tribunal Constitucional tiene un cierto riesgo de politización por el origen de los nombramientos de sus magistrados que recuerda al Tribunal de Garantías Constitucionales de la IIª República Española. Aunque su composición era más amplia e incluso tenía competencias en materia penal sobre los altos cargos del Estado.

Esta institución surgió en el periodo de entreguerras, inspirada por el jurista Kelsen, y recogida en las constituciones de Austria y Checoslovaquia.

Aunque originalmente era un órgano que debía resolver los conflictos de competencias entre las instituciones del Estado, pronto surgió la controversia al conocer de los recursos de amparo, que son utilizados muchas veces como un recurso jurisdiccional más, sustrayendo al Tribunal Supremo su funcionalidad como órgano de casación y fijación de la doctrina legal. Ha habido famosas controversias entre ambos tribunales que ahora no es el momento de contar, pero que tensaron las relaciones entre ambos órganos y que acabaron incluso en una condena a los magistrados del Tribunal Constitucional.

A mi juicio esta polémica tiene una causa palmaria. Es la atribución del recurso de amparo al Tribunal Constitucional. Si bien este era el modelo de la época de entreguerras, en muchas legislaciones occidentales ya no existe esta atribución del recurso de amparo, sino que se atribuye a una Sala del Tribunal Supremo, que en los países latinoamericanos se suele denominar «Sala Cuarta» o «Sala Constitucional». Así en los conflictos entre particulares, el Tribunal Supremo recoge su natural competencia de órgano máximo de fijación de la doctrinal legal.

La resolución de estos conflictos por una Sala del Tribunal Supremo alejaría todo riesgo de politización y desde luego de paralización de las resoluciones de amparo – es paradigmática la tardanza del Tribunal Constitucional en esta materia que en algunos casos ha llegado a tardar hasta 12 años en la resolución de un recurso de amparo.

Sin duda, la existencia de una Sala Constitucional en el Tribunal Supremo mejoraría la imagen de la justicia española y beneficiaria a los particulares que verían resolver sus demandas en un menor plazo, dado que no tendría el resto de competencias atribuidas al Tribunal Constitucional.

Pero esta idea tiene un hándicap y es que requeriría de una reforma constitucional que sería difícil de adoptar en caso de división política. Otra propuesta podría venir por vía legislativa fijando el concepto de amparo constitucional en la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional.

Mientras ello no se produzca, el Tribunal Constitucional seguirá acumulando procesos que podrían resolverse por tribunales ordinarios y que la presión política ponga en entredicho sus funciones.